domingo, marzo 11, 2007

La importancia del demonio


“Un gran conocedor del Demonio, San Ignacio, nos advierte en sus Reglas para en alguna manera sentir y conocer las mociones que en el ánima se causan y con mayor discreción de espíritus, de cómo pueden conocerse estos espíritus, buenos o malos, al oído o por el oído, finamente, aguzándolo: por el sonido, por una especie de sonoro tacto; que así como se ha dicho que cabe tocar con los ojos al mirar, bien pudiera decirse que se puede llegar a tocar en el alma con el sonido, ya que la fe es por el oído, según el apóstol; y sólo así a bulto y porque nos lo dice la fe sabemos, según Santa Teresa, que tenemos alma. Que eso pudiera ser, en definitiva, la poesía y la música, lo mismo infernal que celeste: una especie de sonoro tacto. En los que proceden de bien en mejor – escribe San Ignacio – el buen ángel toca a la tal ánima, dulce, leve, y suavemente como gota de agua que entra en una esponja; y el malo toca agudamente y con sonido e inquietud como cuando la gota de agua cae sobre la piedra; y a los que proceden de mal en peor tocan los sobredichos espíritus contrario modo; cuya causa es la disposición del ánima de ser a los dichos ángeles contraria o símile: porque cuando es contraria entran con estrépito y con sentido, perceptiblemente: y cuando es símile entran con silencio como en propia casa a puerta abierta.
Como la fe es por el oído y el oído es por la palabra de Dios: la palabra de Dios, que es la vida, la luz y la verdad, es la que, por el oído, viene a robarnos el Demonio. Por el laberinto del oído, que es como el laberinto del vientre, un entrañable laberinto de asimilación espiritual. El laberinto del oído son las entrañas del aire en las que se hace sangre espiritual nuestra fe como quería el apóstol. Por eso tenemos los creyentes el alma en un hilo: de aire o de sangre; porque en el fondo de ese sutilísimo laberinto vivo, radica, como todos sabemos, no solamente el sentido del oír, que es lo más profundo del hombre, sino ese otro sentido por el que se sostiene y se mantiene en pie: el de su equilibrio en el espacio; como si en esa laberíntica profundidad con que escuchamos se aclarase nuestro ser temporal en el espacio silencioso, en los espacios silenciosos. El silencio eterno de los espacios infinitos le asustaba a Pascal, por eso: porque le hacía perder el equilibrio, su equilibrio vivo.

José Bergamín
La importancia del demonio
Ed. Siruela

sábado, marzo 03, 2007

La tentación de San Antonio


"Se sienta y se cruza de brazos.

Sin embargo... había creído sentir la cercanía... Pero ¿por qué vendría Él? Además, ¿acaso no conozco sus artificios? He rechazado al monstruoso anacoreta que me ofrecía, riendo, panecillos calientes, al centauro que trataba de tomarme sobre su grupa, y a aquel niño negro aparecido en medio de las arenas, y que dijo llamarse el espíritu de la fornicación.

Antonio camina a derecha y a izquierda, vivamente.

Por orden mía se han construido esta multitud de retiros santos, llenos de monjes que llevan cilicios bajo sus pieles de cabras, ¡y son tantos que podrían formar un ejército! He curado de lejos a enfermos; he expulsado demonios; he pasado el río en medio de cocodrilos; el emperador Constantino me ha escrito tres cartas; Balacio, que había escupido sobre las mías, ha sido descuartizado por sus caballos; el pueblo de Alejandría, cuando he reaparecido, se peleaba por verme, y Atanasio me hizo volver al camino. ¡Pero también qué obras! ¡Hace ya más de treinta años que estoy en el desierto siempre quejándome! He llevado a mi espalda ochenta libras de bronce como Eusebio; he expuesto mi cuerpo a la picadura de los insectos como Macario; he permanecido cincuenta y tres noches sin pegar ojo como Pacomio; y aquellos a quienes decapitan, atenazan o queman tienen menos virtud quizá, puesto que mi vida es un martirio continuo.

Antonio modera su marcha.

¡Ciertamente no hay nadie en tan profundo desamparo! Los corazones caritativos escasean. Ya no me dan nada. Mi capa está gastada. No tengo sandalias, ni siquiera una escudilla, pues he repartido a los pobres y a mi familia todos mis bienes, sin guardarme un céntimo. Aunque no fuese más que para tener los instrumentos necesarios para mi trabajo, necesitaría un poco de dinero. ¡Oh!, ¡no mucho!, ¡una pequeña cantidad!, no la malgastaría.
¡Los Padres de Nicea, vestidos de púrpura, se mantenían como magos, en tronos a lo largo de la pared, y les ofrecieron un banquete, colmándolos de honores, sobre todo a Pafnucio, porque es tuerto y cojo desde la persecución de Diocleciano! El Emperador le ha besado varias veces su ojo vacío, ¡qué tontería! ¡Por lo demás, el Concilio tenía miembros tan infames! ¡Un obispo de Escitia, Teófilo; otro de Persia, Juan; un pastor de rebaños, Spiridion! Alejandro era muy viejo. ¡Atanasio debería haber mostrado más suavidad con los arrianos, para obtener de ellos concesiones!
¡Las habrían hecho ellos! ¡No quisieron escucharme! El que hablaba contra mí - un joven alto de barba rizada - me lanzaba con aire tranquilo objeciones capciosas; y mientras yo buscaba mis palabras, me miraban con sus caras malvadas, ladrando como hienas. ¡si pudiera hacer que el Emperador los exiliara, o más bien los golpeara, los aplastara, verlos sufrir! ¡Es mucho lo que yo sufro!

Se apoya desfallecido contra la cabaña.

¡Es de haber ayunado tanto!, mis fuerzas se me van. Si comiera... una sola vez, un trozo de carne,

Entorna los ojos, languideciendo.

¡Ah!, ¡carne roja!..., ¡morder un racimo de uvas!..., ¡leche cuajada que tiembla en un plato!
Pero ¿qué tengo?... ¿Qué me pasa?... Siento que mi corazón se ensancha como el mar cuando se avecina la tempestad. Una flojedad infinita se apodera de mí, y me parece que el aire cálido lleva el perfume de una cabellera. Sin embargo, ¿no ha venido ninguna mujer?

La tentación de San Antonio
Gustave Flaubert
(Trad. de Germán Palacios)
Ed. Cátedra